Otro relato de interpretación propia basado en un acontecimiento real sucedido en 1817. Las fechas, los nombres propios, profesiones y lugares citados son reales. Espero os guste.

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Eran buenos amigos, pero aquella tarde a su salida de la parada, propiedad de Miguel Pérez, donde normalmente todos los lunes que su oficio lo permitía comían con sobremesa de partida de dominó, no lo parecía. Algo había cambiado en ellos desde que habían sido elegidos para recoger y cuantificar los bienes y utilidades de sus convecinos.

Manuel, que era el que habitualmente solía decir más chascarrillos comentó —la próxima ginebra yo no la pago, hay que cambiar las fichas, que sois unos suertudos o las tenéis marcadas— tenían un tono diferente, algo de «maldad» y arrogancia.

—Haz lo que quieras Manuel, pero piensa un poco antes de poner ficha, que te pierde tener más el vaso en la mano que la ficha— contestó Pablo sarcásticamente.

Aún así, seguían siendo grandes amigos, Pablo y Miguel forasteros y vecinos
de Montejo hace años, jugaban contra Manuel y Timoteo, montejanos de nacimiento. Estos últimos, bastante mayores que sus contrincantes, eran personas curtidas, respetadas en sus opiniones y conocimientos, aunque con fama de apretar más de la cuenta a jornaleros y rapaces.

Los vecinos de Montejo, desde que supieron que debían declarar sus ingresos, animales y edificios, estaban alterados. De lo que se informó inicialmente que se iba a realizar, había variado tanto a los pocos días, que algunas personas hablaban de esconder o matar animales pensando que se los quitarían. Todo un desconcierto que se suavizó cuando el párroco, Pedro Esteban García en misa de Domingo de Ramos, ese año último domingo del mes de marzo, explicó como debían colaborar y que estuviesen tranquilos.

Al ambiente inquisitorio que se palpaba esa primavera de 1817 se sumaba la
mala situación actual como continuidad del desastre del pasado año debido a las bajísimas temperaturas. No hubo primavera, ni verano, ni invierno. Las cosechas en general se perdieron por las heladas de finales de mayo y junio, los trigos tardíos tuvieron siega pero floja y los viñedos llevaron la misma suerte, poco vino y de mala calidad.

La extraña nieve de color amarillo y el granizo sucio cuya presencia fue alta, no llegó a aportar el agua necesaria, también se prolongaba la sequía.

Desconocían —ni podían imaginar— que toda esa concatenación de sucesos eran consecuencia de la erupción del volcán Tambora en abril de 1815.

Por esas fechas los majuelos estaban cabados y podados, sólo que este año no había mucho sarmiento que recoger. Los hogares que otros años eran afortunados por este tipo de madera les tocaría lo que a la mayoría, paja, tamujas y cándalos medio podridos, que los menos agraciados, de manera furtiva, conseguían principalmente cruzando el río. Otros, ni siquiera eso, en el pueblo había más de 13 casas consideradas pobres de solemnidad (definición que años después se utilizaría para referirse a personas que para sobrevivir necesitaban ayuda).

A primeros de abril, Isidoro Sánchez, Escribano Oficial de Montejo, reunió al
Concejo y les explicó en que consistía el Amillaramiento que se había solicitado realizar. Como mínimo la Comisión que se nombrase debía de estar constituida por varias personas. También les explicó, que aunque él iba a estar ayudando y tomando nota para la realización del informe final, era importante que entre las personas que realizaran dicho cometido alguno tuviera estudios, supiera manejarse bien con operaciones de números, conocer el valor de las casas, pajares, colgadizos, lagares, bodegas, animales, jornales, rentas y aranzadas, entre otros.

Finalmente se acordó y aceptaron ser Repartidores para la Comisión General
de Reino: Pablo Serrano, de oficio médico, Manuel Pérez de oficio labrador y Miguel Hernández de oficio mayordomo de labranza; tres de los integrantes en la partida de dominó de los lunes en la parada.

Principalmente durante toda la primavera se reunieron en el Ayuntamiento los días que las inclemencias del tiempo, que fueron muchas, no permitían hacer labores propias del campo. Más o menos fue sencillo y avanzaron con rapidez una vez que conocieron las tasaciones para las reses lanares, cerdos, pollinas/os, yeguas, mulas, machos, cabras y legumbres, principalmente.
Casa por casa concretaron su valor de construcción, salarios de sus integrantes por su oficio, fanegas de cereales y rentas. Isidoro y Miguel, ayudados por el párroco, fueron los que más se implicaron en registrar las rentas de los forasteros.

En las pocas partidas de dominó que en los meses siguientes pudieron jugar,
Miguel relataba lo injusto que estaba repartido el terreno, entre Obras Pías,
Capellanías, Conventos, Curatos, Hospitales, Marqueses, Condes, aglutinaban gran parte del terreno.

Otra circunstancia por la que no acudían a comer y echar la partida era por el poco género que había en la cocina de la parada. La mala coyuntura económica que arrastraba casi toda España por la mala cosecha del año anterior, había bajado los desplazamientos y la llegada de viajeros a dicha parada —ubicada en el camino Real que cruzaba el pueblo—, era escasa como para contar con variedad de género. Miguel, el dueño de la parada, desde que los franceses e ingleses desaparecieron, se había acostumbrado a ver en las pesebreras buenos caballos y yeguas. También, aunque con menos frecuencia, paraban galeras y diligencias completas de viajeros.

En las reuniones de la Comisión a las que acudía Pedro Esteban, párroco del
pueblo, a modo de chufla éste sacaba a relucir que si cobrase por procesiones, tendría que figurar en primer lugar de los que más salario cobraba. Y es que desde que se incorporó en julio de pasado año había sacado a todos los Santos en muchas ocasiones rogando que el tiempo cambiase.

Miguel Hernández, por su edad ya de vuelta de todo un poco, le contestaba
—Padre, déjese de sacar andas, mire el cielo con otros ojos, que mi amigo Venancio, que en paz descanse, siempre decía: mirad al cielo que en él está escrito el tiempo que tendremos.

Isidoro que siempre andaba con prisa, exclamaba —venga, a lo que vamos,
más le hubiera valido a Venancio mirar el suelo y no al cielo, lo mismo no se hubiera matado por caerse del carro. Pedro Esteban asintió con la cabeza recordando como él le había administrado el Santo Sacramento de la Extremaunción y el de Penitencia subconditione et interpretative por hallarse ya sin sentido. Fue su primer entierro en Montejo. También
recordaba que Venancio, de oficio zapatero, le dejó a medias la reparación de unos zapatos.

Una vez estuvo el trabajo realizado, el Escribano mandó llamar a la Junta de
Contribución del Pueblo para presentarles la información del amillaramiento y la examinaran.

Terminaba agosto, otro año para no recordar, sequía y bajas temperaturas.
—No era el mejor momento para realizar una valoración de este tipo—
pensaba Manuel de camino al ayuntamiento. —Seguro que nos subirán impuestos.

El día 2 de septiembre de 1817 la Junta de Contribución tras preguntar las
dudas que tenían sobre el informe, finalmente comprobaron que las repuestas de los Repartidores eran coherentes. Pero antes de firmar, tanto la Comisión como la Junta y el Escribano, uno de los repartidores del cual no trascendió su nombre, discrepó al considerar corta los ocho reales por la utilidad de una oveja y que las legumbres casi no fueran valoradas.

Isidoro, mostrando saber y profesionalidad, abrió una reclamación dentro del propio informe instando al Sr. Intendente o Junta Superior deliberase sobre la discrepancia surgida.

Parte final del documento de Amillaramiento de Montejo de la Vega donde
se recogen las firmas de las personas que participaron.

• Pedro Esteban. (Párroco).
• Ermógenes de Bartolomé. (Labrador y administrador de bienes).
• Miguel Gómez. (Carretero).
• Segundo González. (Labrador).
• Miguel Hernández. (Mayordomo de labranza).
• Manuel Pérez. (Labrador).
• Pablo Serrano. (Médico).
• Juan Isidoro Sánchez. (Escribano).