Este nuevo relato, describe una etapa difícil de nuestro pasado. Como los anteriores, los datos, nombres, profesiones, lugares son reales.

Hoy, 11 de marzo, hace un año que muchas cosas cambiaron, entonces nadie podía imaginar lo que estamos viviendo. Unos con más suerte lo vamos pasando, pero muchas personas se han ido para siempre.

Confiemos en que pronto pasará y contribuyamos entre todos a que así sea.

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—¡Por Dios!, ya está aquí, que no vuelva Francisco Conde —comentaba en voz baja Nicolás mientras saboreaba una jarra de vino blanco del año. Un vino que el día anterior Saturnino había bajado de la bodega de Frutos Luengo ubicada en el camino de Montejo a Bernuy, muy cerca de su negocio.

Estaba terminando la primavera de 1855; Nicolás llevaba casi dos años trabajando como médico-cirujano de Montejo y Tolocirio. Por primera vez sentía miedo, en marzo su hija había cumplido un año. Nicolás repetía en su interior —no, no puede entrar en el pueblo esta terrible y contagiosa enfermedad.

—¿Pero quién es ese Francisco Conde?, preguntó Venancia, que desde la cocina preparando la cena, había escuchado al médico, es más, también había visto su cara de frustración.

—Es una larga historia señora Venancia— respondió Nicolás.

—Tome otra de vino fresco y desahóguese— le animó Venancia. Salió de la cocina, metió el cazo en la tinaja situada bajo el hueco de la escalera y le sirvió.

—Usted sí que sabe— asintió Nicolás que ya en otras ocasiones había probado vino de esa tinaja y era el mejor que había degustado. La uva y la zona eran especiales, conseguían producir un vino blanco óptimo para consumir en el año.

El médico era un buen orador, se gustaba escuchar, alabar su oficio, así como el trabajo de los compañeros de profesión. Conocía bien la historia del cólera mórbido asiático del año 33. Lo había estudiado profundamente durante sus años de universidad.

Cogió una silla más cómoda y sin soltar el preciado líquido, se sentó cerca de la puerta de la cocina. Cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y empezó su monólogo.

— Concretamente, Francisco Conde fue el primer infectado por cólera en España. Vivía en el barrio de Arenal de Vigo y trabajaba como calafateador reparando con brea las grietas de los barcos que fondeaban, por diferentes motivos. Allí, el 19 de enero de 1833 el calafateador trabajó dentro del London Marchand -barco inglés- y se contagió. Era algo esperado, no era posible evitar el roce de los unos con los otros, más pronto que tarde sucedería.

Dio un buen trago y prosiguió. —Al principio la «peste» avanzó lentamente por pueblos cercanos a Vigo, muertes producidas por síntomas claramente infecciosos. De ahí, vía mar, llegó a Andalucía, pasó a Extremadura, también a los puertos de las Vascongadas. En Cataluña, tiempo más tarde, arribó otro barco también infectado, el resto, fue como tirar una piedra al centro de una laguna que provoca una expansión de ondas que la surcan. Las poblaciones situadas en los caminos más transitados fueron las que antes lo padecieron, pero al final, por muy aislados que estuvieran, el cólera llegó a muchos lugares.

—¡Qué desastre!, cuánto sufrimiento señora Venancia. Estábamos preparados y conocíamos como luchar contra ese diablo, pero los que mandan….. a ellos nos les afectaría, pensaban. El caso es que cuando vieron las barbas de los alemanes y franceses pelar, mandaron a especialistas a recoger información y ver que práctica era la mejor para combatirlo. Lo único que cortaba la propagación era reducir los contactos entre las personas, cerrar las escuelas, las tabernas, los mercados… Murió mucha gente en el poco más de un año que duró.

Nicolás prosiguió —Casualidades de la vida Venancia, al igual que la del 33, la entrada de ésta en España ha sido datada un día 19, de un año también terminado en tres y en la misma zona de Galicia.

Las noticias que llegaban confirmaban que el cólera estaba extendido por todo el territorio. En la capital se veían cadáveres abandonados, le había contado a Saturnino un tratante de lana que venía de visitar y cerrar acuerdos con ganaderos de la zona norte.

Mirando su reloj, Nicolás vio que se le estaba haciendo tarde. Había acudido al parador a visitar a Telesforo, el hijo mayor de Saturnino y Venancia que seguía con episodios diarreicos. Tenía tres años pero aparentaba menos, lo positivo es que le habían vuelto las ganas de comer. Esa noche su madre ya le tenía preparado especialmente para él huevos buñuelos endulzados con miel.

—¿Me acompaña al pueblo?— preguntó Nicolás a Eulogio que también andaba por allí. Éste último se había acercado al parador para ver si las diligencias de postas, que en ocasiones paraban, dejaban prensa o contaban algo del avance del cólera. Eulogio Hernández, como alcalde de Montejo, también estaba preocupado por las noticias que desde hace meses circulaban. Trataba de estar informado.

—Sí, le acompaño— respondió Eulogio. A Nicolás le gustaba y admiraba el conocimiento que Eulogio tenía del campo, de sus pronósticos del tiempo fundamentados en aspectos muy diferentes, de lo observador que era de la naturaleza. Él también se había criado en un pueblo, Valsaín, pero no tenía nada que ver la montaña con la meseta.

Desde la ubicación del parador, cuando el sol terminaba su jornada, era un espectáculo observar las boinas de humo que las chimeneas generaban sobre los pueblos cercanos: Bocigas, Almenara, Puras, Tolocirio, Rapariegos, Donhierro y Montejo. Allí estaban los dos contemplando la escena.

Eulogio añadió —en San Cristóbal casi siempre a estas horas corre una brisa y es difícil que el humo quede quieto. Este suceso— siguió explicando —ocurre sobre todo en invierno, cuando el cielo queda completamente despejado dejando paso a noches de hielo. En esta época es menos probable, pero la mujeres empiezan a usar pasto algo húmedo para la lumbre baja y eso provoca más humo que, unido a que hoy no se mueve nada el aire, nos permite verlo. —Escuche, escuche esa perdiz, juraría que ese macho está cerca del Rosario de Madrigalejo.

—Menudo oído fino tiene, a mi me suena como si viniese de la Fuente Empedrada— respondió Nicolás.

Era un día claro, pero nada caluroso, avanzaron por el sendero del Parador hasta dar con el camino de Puras a Montejo. Llegando al Reoyo la noche se les echó encima. Nicolás, aunque llevaba una yegua blanca preciosa, realizó el camino a pié, a la par con Eulogio.

Fue un camino en el que Nicolás aprovechó para concienciar a Eulogio sobre la manera más efectiva de evitar los contagios. Era un médico muy teórico y activo en su formación. Leía constantemente, acudía a reuniones en universidades en las que sus colegas mostraban sus avances y experiencias.

Hablando con el alcalde le sugirió e incluso le pidió evitar que los forasteros parasen e interactuaran con la gente del pueblo; que los tratantes, carreteros fuesen informados de mantener distancia con otras personas. Eulogio asentía con la cabeza, no entendía mucho esas acciones del médico y pensando para dentro se decía —aquí no llegará, pasará como en Almenara y San Cristóbal, dos muertes las achacaron al cólera pero hubo contagios.

Aunque a su vez era consciente de lo que podría suceder, el tenía 26 años cuando vivió en persona la primera aparición del cólera en Montejo en el año 1834, más por el miedo infundido que por los casos. En Montejo el verano del año 1834 se dieron más casos de lo normal de diarreas y vómitos en personas mayores y ya entrado el otoño fallecieron dos, Antonio e Inés con los síntomas propios del cólera.

Entró el verano, la monotonía de las tareas usuales de la época sólo se rompía por las noticias sobre la muerte de algún conocido o familiar del pueblo en otro lugar, noticias que recorrían el pueblo como el fuego la tea.

Los segadores llegados desde Zamora y Galicia, dormían al ras en las eras. El pozo público de abastecimiento de agua se mantenía jarreado lo más posible y en sus proximidades se prohibió almacenar basura; así mismo el arroyo se limpiaba cada vez que el agua se empezaba a retener.

Por entonces, Isaías Alfageme se hizo cargo de la parroquia de Santo Tomás Apóstol en marzo de 1854. Persona metódica y ordenada en sus labores, de espíritu conservador, «hasta que Dios quiera». En los velatorios, en los que acompañaba como si fuese de la familia, Nicolás -el médico- tuvo que advertirle en varias ocasiones que no permitiese velar al muerto en alcobas o salas con poca ventilación y, que los que no fueran familiares directos, mejor se quedaran en la calle.

En junio de 1833 Francisca Rogero fue la última persona en ser enterrada en el cementerio de la iglesia. El cementerio de la ermita pasó a ser el oficial, cumpliendo con la Real Orden de 2 de junio de ese mismo mes y año. Anteriormente, ya había habido otros Ordenamientos para sacar los cementerios fuera del casco urbano, pero la gente, sobre todo los ricos querían ser enterrados lo más cerca posible del Alta Mayor.

En Montejo no se hizo un cementerio nuevo, se aprovechó el existente en la ermita. En el cual hay registros de enterramientos en el siglo XVII, tanto de personas fallecidas por «causas normales» como por personas que se habían suicidado, otras que habían sido encontradas muertas en el pueblo o en el término sin ser posible su identificación. También y los más, niños y niñas no bautizados.

El primer susto fuerte vino finalizando agosto de 1855, cuando Nicolás, se desplazó de urgencia a Tolocirio a ver a Casilda, una niña de cuatro meses hija de Celestino Martín y Petra Casado. A su salida de la casa le esperaba Alejo Gutiérrez, alcalde de Donhierro, que por mandato del médico de dicho Donhierro le informa que en su pueblo ha fallecido Francisco Gutiérrez por cólera morbo.

Se desata en los pueblos vecinos el pánico durante poco más de un mes, tiempo en el que las calles quedaron vacías. Sólo se salía por necesidad.

Pasó el otoño, invierno y primavera sin muchos sobresaltos. La fragua era el único lugar donde los más atrevidos montaban tertulias. Nicolás en más de una ocasión también paraba por ella, le servía como distracción y para conocer las otras historias, las que sólo se cuentan en determinados momentos y entornos. Desde marzo el cólera había quedado apartado como tema más comentado en la fragua en favor de una suerte de tierras que se iban a vender, concretamente 23 obradas de terreno de vega y 12 de uraño que labraba Hipólito Martín. Varios eran los pretendientes, aunque nadie expresaba su interés, sí trataban de sonsacar información de manera sutil.

Entrado el verano de 1856, posiblemente la relajación y algo de mala suerte, que más da, tal vez nunca lo sepamos, el caso es que estalló un brote de cólera.

Nicolás no paraba de asistir a las casas donde era requerido, había sido prevenido y contaba con medicinas y remedios que ayudaron a que casos leves no fueran a más. El pánico del verano pasado quedó reducido a un sustillo comparado con el miedo que colonizó el pueblo por los contagios y fallecimientos.

Por su conocimiento, por su profesionalidad o porque tenía un hermano cura, el caso es que Nicolás se había ganado la credibilidad de Isaías. Esto ayudó a que la gente respetara todas y cada una de las medidas que Nicolás, con la ayuda de Isaías, propuso.

A la iglesia acudía Isaías junto con alguna feligresa a orar y rogar porque terminase. Eran muchos los vecinos que en la puerta dejaban velas que luego el cura iba encendiendo a los pies de la imágenes.

Mientras estuvo el cólera activo, el pueblo cambió profundamente. Si se cruzaban en la calle, cada uno por un lado, nada de abrazos ni apretones de manos, a por agua al pozo público algunos iban por la noche, los niños a la puerta de casa y nada de jugar con otros. La Función de agosto, ni se la esperaba, no llegó, se pasó.

Los ganaderos y tratantes que habitualmente acudían a las ferias que se celebraban, terminaron por no acudir, eran señalados, parecían apestados.

Por terminar, usaré vocabulario de nuestro «cólera» actual, podría decir que la curva de contagios fue muy rápida y vertical, tanto en subir como en bajar.

Entre agosto y septiembre fallecieron 34 vecinos, no todos por cólera.

La mortandad sufrida por cólera se puede describir con una meseta de 13 días en los que fallecen 27 vecinos de Montejo y, concretamente, el 30 y el 31 de agosto se entierran 7 personas.

Pasó este segundo envite de cólera; años más tarde volvieron nuevos episodios y muertes, pero no tan letales.

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*Nicolás Antón Moreno médico cirujano de Montejo y Tolocirio dejó su plaza y se fue a Madrid. En 1859 era profesor de Medicina. En su paso por Montejo tuvo dos hijas y un hijo, éste último falleció en el parto.

*El Parador en el que trabajan Saturnino y Venancia en 1860 era nombrado en el Boletín Oficial de la provincia de Segovia como Venta y Posada de Pontenciano. En el periodo de la pandemia tuvieron tres hijos, Telesforo, Venancio e Isidoro, luego se pierde su rastro. Posiblemente, regresaron a Valdestillas de donde eran naturales.